REENCUENTRO CON LA HISTORIA: ¿UNA REFORMA CONSTITUCIONAL O UNA RUTA A LA ETERNIZACIÓN DEL PODER?
Desde Afuera
Por: Douglas Agreda
En las últimas semanas, El Salvador ha sido nuevamente testigo de un capítulo político que podría redefinir su historia democrática. Desde la Asamblea Legislativa, controlada por el partido oficialista Nuevas Ideas, se ha puesto en marcha una serie de reformas constitucionales que incluyen, entre otras propuestas, la posibilidad de una reelección presidencial indefinida. Aunque no se ha declarado explícitamente con ese nombre, los movimientos y discursos políticos apuntan a un rediseño del orden institucional que facilitaría la permanencia continua de un mismo liderazgo al frente del Ejecutivo.

Para quienes vivimos dentro o fuera del país, este tipo de reformas despiertan más dudas que certezas. Porque no se trata simplemente de apoyar o rechazar a una persona. Se trata de respetar los límites del poder en una república. Y esos límites existen por una razón: para evitar que los pueblos terminen atrapados en el ciclo de los liderazgos absolutistas, sin posibilidad de alternancia ni rendición de cuentas real.
La Constitución de 1983, como todas sus versiones anteriores, fue clara al establecer que la reelección inmediata era prohibida. No por capricho, sino como una lección aprendida tras años de dictaduras, conflictos armados y concentración excesiva del poder. Reformarla para permitir una reelección sin límites, equivale a desarmar las alarmas que protegen a la democracia de sus propios excesos.

El oficialismo argumenta que el pueblo ya decidió y que mientras el respaldo popular sea alto, no hay peligro. Pero el apoyo popular, aunque importante, no sustituye al Estado de Derecho. La popularidad no es sinónimo de legitimidad indefinida. La historia latinoamericana está llena de líderes carismáticos que utilizaron ese respaldo para debilitar las instituciones, manipular la justicia, silenciar a la prensa y prolongar su estadía en el poder.
Además, una reforma constitucional de este calibre, hecha desde una Asamblea sin contrapesos, donde el debate público ha sido limitado y donde las voces críticas son constantemente deslegitimadas, no puede considerarse un ejercicio transparente de participación ciudadana. El silencio forzado de las instituciones de control, la concentración de poder en una sola fuerza política, y el debilitamiento de la independencia judicial, conforman un ecosistema donde las reformas ya no se discuten: se imponen.
La pregunta de fondo no es si Bukele debe o no continuar. La verdadera pregunta es: ¿queremos construir un país donde los liderazgos tengan fecha de expiración o uno donde el poder se herede, se extienda y se personalice sin límites?

Desde la distancia, miles de salvadoreños en el exterior observan con preocupación. Porque conocen lo que significa vivir en países con democracias fuertes, donde el cambio de gobierno no pone en riesgo la estabilidad nacional. Y porque saben que cuando los pueblos entregan la Constitución a los caudillos de turno, muchas veces terminan pagando el precio con generaciones enteras.
Aún hay tiempo para el debate, para la madurez política y para el respeto al orden constitucional. No se trata de impedir reformas, sino de asegurar que ninguna reforma atente contra el principio más sagrado de toda república: el derecho del pueblo a cambiar de rumbo, elegir nuevas ideas y limitar el poder cuando este se vuelve peligroso para la libertad.