EL SALVADOR: SEGURIDAD APARENTE, ECONOMÍA FRÁGIL Y UNA POBLACIÓN CADA VEZ MÁS VULNERABLE
Desde Afuera
Por: Douglas Agreda
Desde fuera del territorio salvadoreño, pero con el corazón puesto en la tierra que nos vio nacer, observamos con atención y creciente preocupación los acontecimientos que moldean el presente de El Salvador. Tres dimensiones clave —política, economía y tejido social— parecen girar sobre un eje común: la centralización del poder sin contrapesos y una narrativa gubernamental que privilegia la imagen sobre el bienestar sostenible de la mayoría.

La política salvadoreña atraviesa una fase de endurecimiento institucional. La reciente aprobación de la “Ley de Agentes Extranjeros” por parte de la Asamblea Legislativa, controlada por el oficialismo, impone cargas fiscales y amenazas legales a las organizaciones civiles que reciben financiamiento internacional. Esta acción, considerada por organismos como la ONU como una amenaza a las libertades fundamentales, evoca prácticas de gobiernos autoritarios y reduce drásticamente el espacio para la crítica y la organización ciudadana.

Mientras tanto, la economía avanza con pasos cortos. El Fondo Monetario Internacional estima que El Salvador apenas crecerá un 2.5% en 2025, una cifra que refleja una economía atrapada entre el ajuste fiscal y la falta de inversión social profunda. Aunque el gobierno celebra un acuerdo técnico con el FMI, el mismo contempla un ajuste del 3.5% del PIB en los próximos tres años, lo cual anticipa recortes y una carga más pesada sobre los hombros de los más pobres. No es casual que entre 2019 y 2023, la pobreza haya aumentado más de tres puntos porcentuales, como lo confirma el Banco Mundial.

Esta debilidad económica golpea directamente al tejido social. El reciente desalojo de 300 familias en la comunidad El Bosque y los miles de vendedores ambulantes expulsados del centro histórico de San Salvador reflejan una dura realidad: el reordenamiento urbano y el desarrollo no están llegando con justicia ni equidad. La represión contra sectores populares crece, y con ella, el silencio obligado de quienes temen perder lo poco que tienen. La pregunta no es si hay mejoras visibles en la infraestructura urbana, sino a quién sirven esas mejoras y a qué costo humano se implementan.
En este panorama, la seguridad —estandarte del gobierno— se presenta como un logro innegable. Las cifras de homicidios han caído, y eso es una victoria real. Pero cuando la represión sustituye a la justicia y la opacidad reemplaza a la transparencia, el futuro se vuelve incierto. ¿Qué ocurre con los miles de personas detenidas sin debido proceso? ¿Y qué decir de la libertad de prensa, cada vez más arrinconada?
Es aquí donde la política, la economía y la vida cotidiana se entrelazan. La población más pobre enfrenta el doble castigo de la exclusión y la indiferencia, mientras se le exige gratitud por una seguridad que, si bien es real, no se traduce en bienestar económico ni social. Y todo esto ocurre en un país donde la propaganda es más visible que la inversión en salud o educación, y donde las decisiones estructurales parecen diseñadas más para reforzar el poder que para redistribuir el progreso.
La reflexión queda abierta: ¿Está hoy El Salvador en el mismo lugar donde estaba al cumplirse el primer año del régimen de excepción? ¿O los temas económicos y sociales han tomado un rumbo que compromete el presente y el futuro de quienes más necesitan justicia, empleo y dignidad?