¿EXPORTACIÓN DE CÁRCELES O IMPORTACIÓN DE PROBLEMAS? PACTO BUKELE-TRUMP SACUDE ESCENA INTERNACIONAL
Desde Afuera
Por: Douglas Agreda
Desde afuera, El Salvador se ha convertido en un actor inesperadamente protagónico en la agenda de seguridad y migración de los Estados Unidos. La reciente reunión entre el presidente Nayib Bukele y su homólogo estadounidense Donald Trump en Washington dejó claro que los acuerdos entre ambos gobiernos van mucho más allá de la diplomacia: se trata de una colaboración inédita en la historia moderna del hemisferio, en la que una nación centroamericana ofrece su sistema penitenciario como instrumento de política migratoria del país más poderoso del mundo.

El pacto, que incluye la recepción en cárceles salvadoreñas de migrantes deportados de EE. UU., entre ellos presuntos miembros del Tren de Aragua y otras bandas criminales, ha desatado una oleada de críticas desde organismos de derechos humanos, legisladores estadounidenses y medios internacionales. La deportación de Kilmar Ábrego García —quien fue expulsado de EE. UU. pese a contar con una orden judicial de suspensión— y su ingreso al CECOT salvadoreño fue el detonante que encendió las alarmas globales.

La Administración Trump busca con este tipo de acuerdos desahogar su sistema penitenciario y reforzar su retórica de “mano dura contra la inmigración ilegal”. A cambio, El Salvador podría recibir beneficios económicos, ya sea en compensaciones directas o mediante cooperación bilateral, lo cual se interpreta como un incentivo tentador para una economía en dificultades y altamente dependiente de remesas. La pregunta es: ¿a qué costo?
Desde la óptica doméstica salvadoreña, el acuerdo ha sido recibido con una mezcla de indiferencia, apoyo y preocupación. Por un lado, muchos ciudadanos, acostumbrados al enfoque de seguridad extrema del gobierno de Bukele, ven esto como una extensión lógica del modelo que ya ha reducido los homicidios y las pandillas en el país. Por otro lado, hay inquietudes sobre el impacto de mezclar población carcelaria extranjera en territorio nacional, en un sistema ya saturado y cuestionado por organizaciones de derechos humanos.

Las implicaciones sociales son evidentes. La llegada de reclusos extranjeros, muchos de ellos sin vínculos con el país, genera incertidumbre en comunidades cercanas a los centros penales y pone presión sobre el ya limitado sistema judicial y penitenciario. Al mismo tiempo, podría desviar la atención y recursos del combate a la pobreza, el desempleo y el alto costo de la vida, preocupaciones que, según encuestas, son prioritarias para el ciudadano promedio salvadoreño.
En el plano internacional, este acuerdo posiciona a El Salvador como un actor clave —y polémico— en la geopolítica migratoria del continente. Pero también lo expone: la ONU y diversas ONGs ya han cuestionado la legalidad y ética de estos traslados. En términos de derechos humanos, el país corre el riesgo de erosionar aún más su imagen ante organismos internacionales.

Análisis final: Las decisiones de Bukele parecen no tener costo político inmediato. Su nivel de popularidad sigue alto, sostenido por una narrativa de seguridad, orden y soberanía. Sin embargo, a largo plazo, la apuesta podría volverse riesgosa: internacionalmente, podría ser aislado o criticado en foros multilaterales, mientras que internamente, si los beneficios económicos no se traducen en mejoras reales para la población —especialmente en términos de empleo, salud y costo de vida— el respaldo popular podría comenzar a erosionarse. De momento, la mayoría guarda silencio. En El Salvador, el pragmatismo popular parece vencer a las preocupaciones éticas… al menos por ahora.